viernes, 23 de octubre de 2015

Imagen medieval donde un boticario entrega un remedio en un recipiente

Polvo de oro y remedios medievales

Sobre los curiosos procedimientos medievales para curar enfermedades y sanar a los enfermos, se han escrito auténticos ríos de tinta. En Occidente, en concreto, algunos de los detalles de los pintorescos y a menudo lamentables métodos utilizados por los médicos de la época (llamados “físicos” por aquel entonces) han quedado registrados en multitud de documentos donde se muestra el predominio de la superstición y el pensamiento mágico en los métodos de aquellos que supuestamente deberían ser depositarios de la ciencia. De entre todos los tratamientos propuestos por estos galenos, uno de los más extraños quizá haya sido el empleo del oro como remedio para las enfermedades.
Para la mayoría de los médicos medievales, los metales poseían propiedades curativas, y siendo considerado el oro el más perfecto y noble de ellos, no es de extrañar que lo viesen como un remedio muy eficaz. Así, por ejemplo, en el siglo XI Constantino el Africano escribía desde Sicilia que el oro tiene la propiedad de aliviar un estómago dañado y reconforta a los temerosos y a aquellos que sufren de dolencias del corazón... es eficaz contra la melancolía y la calvicie”. Por supuesto, el oro tenía que ser suministrado en trocitos muy pequeños para que el cuerpo pudiese asimilarlo, y además debía mezclarse con otros componentes para dar lugar a lo que se consideraba como un buen medicamento. Así, en el siglo X el cordobés Abulcasis explicaba cómo obtener polvo de oro para uso terapéutico frotando una pieza grande con un paño de lino y lavándolo en agua dulce. Esta costumbre medieval perduró durante el Renacimiento, ya que se conservan varias recetas de los siglos XV y XVI, una de las cuales es especialmente pintoresca. Dice así:
Toma las presentaciones de plata, cobre, hierro, plomo, acero, oro, calamina de plata y de oro, estoraque, de acuerdo con la actividad o inactividad del paciente. Ponlos en la orina de una niña virgen el primer día, el segundo día en vino blanco caliente, el tercer día en jugo de hinojo, el cuarto día en claras de huevo, el quinto día en la leche de una mujer que esté amamantando a una niña, el sexto día en vino tinto, el séptimo día en claras de huevo. Y ponlo todo en una retorta en forma de campana y destílalo a fuego lento. Y guarda el destilado en un recipiente de oro o plata”.
Esta receta se suponía que era eficaz contra la lepra, las manchas de la piel, las enfermedades oculares, e incluso para prevenir el envejecimiento, pero había otras destinadas a cauterizar las heridas, donde el oro se consideraba que contribuía a que la curación fuese más rápida y completa. Asimismo, durante los siglos XVI y XVII se empleó el oro para recubrir píldoras de medicamentos con la esperanza de enmascarar su mal olor o sabor.
A medida que la ciencia médica progresaba, la utilización de los metales preciosos en medicina decayó hasta prácticamente desaparecer, aunque hoy en día parece estar resucitando de la mano de medicamentos contra la artritis reumatoide, la malaria, el SIDA o la enfermedad de Chagas. También podría usarse para la detección y tratamiento del cáncer en forma de nanopartículas, que en teoría podrían calentarse lo suficiente como para destruir las células cancerosas, aunque esta última aplicación todavía requiere el encontrar un revestimiento adecuado que permita al organismo asimilar correctamente el medicamento. En cualquier caso, las nuevas aplicaciones del oro en la medicina son tan solo un pálido reflejo de una época pasada en la que curar a los enfermos era un ejercicio que tenía mucho más de magia que de ciencia.
¡Hasta la próxima!
Nota- Texto adaptado del libro del autor: Esto no estaba en mi libro de historia de la química

domingo, 11 de octubre de 2015


Grabado con la imagen del "autómata"


El increíble fraude de “el Turco”


Lejos de ser algo exclusivo de nuestros días, la fascinación por los autómatas y la inteligencia artificial ha acompañado a nuestra especie desde los tiempos de Herón de Alejandría (ver “una camarera automática” en este mismo blog), e incluso con anterioridad. La costumbre de engañar a los incautos con supuestas maravillas, también. Por eso no es de extrañar que la historia de la ciencia esté jalonada de fraudes. Uno de los más descarados, y a la vez de mayor éxito, fue la del supuesto autómata-ajedrecista conocido como “el turco”.
“El turco” era una cabina de madera con un tablero de ajedrez y un mecanismo de relojería en su interior, que incorporaba un maniquí vestido con túnica y turbante (de ahí el nombre) y que había sido construido por el ingeniero e inventor húngaro Wolfgang von Kempelen en 1770 como consecuencia de una especie de apuesta con la archiduquesa María Teresa de Austria. Desde el momento en que vio la luz por primera vez hasta que fue destruido por un incendio en 1854, el “turco” recorrió Europa durante más de ocho décadas, derrotando uno tras otro a casi todos sus oponentes, incluyendo a algunos de los mejores jugadores de ajedrez de la época y a muchos personajes famosos, como Napoleón Bonaparte o Benjamín Franklin. Durante las actuaciones, se mostraba el interior de la cabina para que los espectadores pudiesen comprobar que no había nada más que engranajes y espacio vacío. Todo apuntaba a que se trataba de una auténtica maravilla de la técnica, pero en realidad se trataba de un truco de magia.
Tal y como reveló el hijo de su último propietario, el “turco” era manipulado por una persona escondida en su interior, siempre un excelente jugador de ajedrez. El jugador se ubicaba en el espacio oculto comprendido entre la zona donde estaban los engranajes y la parte posterior de la cabina, y se desplazaba en una silla montada sobre rieles. Siguiendo los movimientos en el tablero gracias a unos indicadores magnéticos situados debajo del mismo, jugaba en un pequeño tablero secundario que había en el interior. Para mover el brazo del autómata, utilizaba lo que era en esencia un pantógrafo(*), y contaba también con controles para mover la cabeza, los ojos, e incluso para hacer ruido con el mecanismo de relojería, con objeto de disimular sonidos como el de la tos. Asimismo, disponía de un sistema para comunicarse con la persona que coordinaba el espectáculo.
Aunque hoy en día pueda parecer increíble que, a pesar de los cientos de exhibiciones públicas, nadie se diese cuenta del truco y no se filtrase el secreto de alguna manera, la verdad es que el pseudo-autómata se mantuvo en activo durante ochenta y cinco años, pasando al menos por las manos de cuatro propietarios y unos quince operadores ocultos, en lo que es un ejemplo impresionante del poder del ilusionismo. Su constructor, un auténtico genio olvidado de finales del siglo XVIII, tuvo la suficiente habilidad como para completar un ingenioso mecanismo de manipulación oculta, complementado con una minuciosa puesta en escena, donde las puertas de la cabina se abrían en un orden preciso y todos los movimientos del maestro de ceremonias estaban pensados para despistar a la audiencia.
Sin embargo, y aunque "el turco" es la más famosa de sus obras, von Kempelen fue, más allá de un brillante estafador, un inventor e ingeniero de primera fila entre cuyas producciones se encuentran varias asombrosas máquinas parlantes, una de las cuales fue más tarde adquirida por uno de los propietarios de “el turco” para que pudiera decir “jaque”… ien la lengua deseada!
¡Hasta pronto!

(*) Un pantógrafo es un mecanismo articulado en el que unas varillas están conectadas de tal manera que se pueden mover desde un pivote.