viernes, 10 de abril de 2015


El HMS Britannia, torpedeado en 1918 por el submarino alemán UB-50
 
 

Convoyes, submarinos y chapuzas matemáticas

 
Que las matemáticas son imprescindibles para el buen funcionamiento de la ciencia es bien sabido. Que lo son para la correcta administración de las naciones en tiempo de guerra también lo es. Sin embargo, no muchas personas están al tanto del curioso papel que el deficiente conocimiento de las matemáticas más sencillas por parte de algunos oficiales ingleses jugó en el desarrollo de la Batalla del Atlántico, durante la Primera Guerra Mundial.
 
A poco de comenzar la guerra, el Almirantazgo se vio sorprendido por la eficacia del submarino, un arma nueva que los alemanes utilizaban con gran habilidad, sobre todo como medio de sabotear las rutas comerciales de los aliados. Cuando en 1917 el almirante Tirpitz ordenó una campaña sin restricciones a lo largo de las costas inglesas, los aliados llegaron a perder más de tres millones de toneladas de buques mercantes en menos de seis meses, lo que puso a Inglaterra literalmente contra las cuerdas. La solución al problema era, obviamente, la implantación de un sistema de convoyes como el  que en tiempos inauguró el Imperio español, pero influyentes oficiales del Almirantazgo rechazaron la posibilidad porque les parecía que juntar los barcos simplemente aumentaría la probabilidad de que se produjesen pérdidas, sin pararse a pensar que el perímetro de unas naves agrupadas es mucho más fácil de defender que el de los barcos navegando por separado.
 
El colmo de los despropósitos tuvo lugar cuando el contraalmirante Duff, Jefe de la División Antisubmarina y un burócrata de la peor tradición, mantuvo a los miembros del Alto Mando en la higuera suministrándoles interminables estadísticas según las cuales la amenaza no era tan seria, ya que de entre unas cinco mil entradas y salidas semanales de barcos solo se perdían unos cuarenta, es decir, menos del 1%. Pero las estadísticas estaban mal. De hecho, terrible y ominosamente mal. Los subalternos de Duff no solo contabilizaban todo tipo de embarcaciones, incluyendo ferries, pequeños pesqueros y cosas por el estilo, sino que contaban todas las entradas y salidas de cada barco. Por increíble que pueda parecer, los ingleses tardaron meses en descubrir que el número real de barcos mercantes diferentes que entraban o salían cada semana del país era ¡tan solo de 130!, lo que significaba que cada semana los submarinos alemanes hundían ¡más de la cuarta parte! Como recuerda Geoffrey Reagan en su magnífica obra, The Guiness book of Naval Blunders, eso solo significaba una cosa: la paralización inminente de todo el comercio británico y la subsiguiente derrota de la Gran Bretaña.
 
Cuando el primer ministro Lloyd George recibió la noticia de que, a menos que hiciese algo en seguida, tendría que capitular ante los alemanes, no pudo por menos que exclamar, completamente atónito:
 
¡Qué asombroso error de cálculo! La metedura de pata en la que han basado toda su política es un batiburrillo aritmético que no habría sido perpetrado por el empleado más humilde de cualquier oficina.”
 
Amenazados de despido, los funcionarios del Almirantazgo montaron por fin un sistema de convoyes, aunque a regañadientes. De hecho, ordenaron que el sistema fuese puesto en práctica solamente para los barcos que volvían a casa, con la consecuencia de que, a partir de ese momento, los alemanes solamente hundían los que salían de casa. Entonces, al primer ministro se le agotó la paciencia y despidió fulminantemente a parte de la  cadena de mando, incluyendo al primer lord del mar, Sir John Jellicoe. Convenientemente escoltados, los convoyes comenzaron a surcar los mares casi sin oposición, el mal momento pasó y los otrora temibles sumergibles del káiser perdieron la batalla.
 
Por lo demás, dicen las malas lenguas que el nuevo lord del mar ordenó someterse a un curso acelerado de matemáticas a todos los miembros de la Oficina del Almirantazgo.
 
¡Hasta la próxima!

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